Somos cinco segundos.
Uno........................................................................ .....................Dos.........................................................................
..............................................................................................................................................Tres...........................................................
.........................................Cuatro.............................................................................................................................................Cinco.
El tiempo que se tarda en leer hasta aquí, es el que dedicamos a la mayoría de las cosas que nos rodean. ¡Triste! ¿Verdad? Desde que nos despertamos cada mañana, hay una voz omnipresente que nos va dictando qué hacer y, como borregos, vamos todos precipitadamente a cumplir las órdenes pues, al parecer, los primeros tienen premio.
Nuestro cerebro procesa la vida como un videojuego: ¡Ahora rápido a la derecha! (5 puntos), ¡Bien, ahora a la izquierda! (5 puntos), ¡Deprisa, dos pasos hacia atrás y un salto! (10 puntos), ... Al final se nos pasan los días cumpliendo miles de instrucciones para poder hacer sentir bien al yonqui de nuestro seso cuya droga son los puntos obtenidos por seguir a la manada sin quedarnos atrás.
Quien descansa pierde, quien da rodeos pierde, y en definitiva, quien piensa ... pierde.
Cinco segundos, no da para más, todo lo que sea por encima de eso nos retrasa, nos quita puntuación, nos hace perder la dosis de metadona. Y es por eso que la vida se va simplificando, hasta el punto de que si para que no se nos olvide algo nuestro cerebro necesita un tiempo para procesarlo y consolidarlo en forma de recuerdo, si no le damos ese tiempo, nuestra mente no pulsa el botón de guardar y, una vida sin recuerdos no es una vida vivida.
Cinco segundos para el cine, y nos tragamos una serie completa de Netflix en una semana (días después no recordamos ni el nombre del protagonista). Cinco segundos para la comida, y como no tenemos tiempo para saborearla, no nos damos cuenta de que la fruta y las verduras que compramos del super carecen de sabor. Ni un segundo en oler el cabello de nuestros hijos, el cuello de nuestra esposa o el perfume de una flor. Ahora miramos sin ver, oímos sin escuchar y hasta hemos olvidado cómo se hace el amor. Todo tiende a lo simple, a lo superfluo y hemos llegado al extremo en que si alguien te pregunta "¿qué haces?" y le respondes "pensando", te trata como a un idiota con aires de filósofo.
Cada vez nos cuesta más ejercer como padres.
Nuestros hijos crecen y se ven influenciados por las modas y la tendencia de los cinco segundos. La crianza es una cuenta atrás inevitable donde en un tiempo finito hemos de enseñar no solo a cruzar la calle, sino que también a elegir qué calles han de cruzar.
Yo no puedo encerrar a mis hijos en mi mundo "de los tiempos de antes" porque eso sería condenarlos a ser unos inadaptados "en los tiempos de ahora", y eso me lleva a elaborar mezclas impensables con Mozart en el coche y Reggaeton en casa, con puchero los Viernes y McDonald's los Sábados, con Adobe Premiere en sus habitaciones y Tic-Toc en el parque, con tizas para pintar en mi mundo y tablets para hacerlo en el suyo, un "os quiero más que a nada en la vida" antes de dormir, y un "venga, hasta luego" en la puerta del cole.
No quiero ser un Cinco segundos, me niego a convertirme en eso. Aborrezco la idea de que mis hijos formen parte de ese registro y si mi legado se reduce a algo tan ridículo que no dé para más de cinco segundos, si mi paso por la vida solo consiste en caminar de puntillas para no pisar el suelo mojado, entonces lamentablemente habré fracasado como padre y como persona.
(Enhorabuena si has leído esto hasta el final, eso significa que aún no estás en esa lista).
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