Porque te quiero te digo "no".
Querer a un hijo es uno de los
amores más difíciles que existen por el simple hecho de que educar supone tener
que decir no.
Aún recuerdo ese día en que
regañé a mis padres cuando al llegar a casa encontré a los niños saltando en
las camas y en el sofá. Les reprendí por permitírselo sin decirles nada y
recuerdo que mi padre me respondió algo así como que él ya educó a sus hijos y
que ahora le tocaba disfrutar de sus nietos.
Pues sí, educar a veces lleva
consigo enfadarnos, prohibir, gritar, castigar, y hay días más duros que otros
en los que daríamos cualquier cosa por estar tranquilos.
Pero educar también es amar, y
aunque a ellos les parezca lo contrario, se ama a un hijo cuando se le castiga
por desobedecernos, cuando se le da a beber agua en las comidas en vez de
refrescos azucarados, cuando se le echa fruta en el desayuno del colegio en vez
del sándwich de Nocilla que tanto le gusta. Se ama a un hijo cuando se le
obliga a hacer su cama, a poner y recoger la mesa o a cepillarse los dientes. Y
es que a veces amar se parece a un jardinero podando un rosal; le hago daño
ahora para que en primavera pueda florecer.
Malcriar no es amar. Por mucho
amor que pongamos quitando la piel y las semillas a las uvas, para ofrecérsela a nuestro hijo de ocho años, no significa que lo queramos más. Y es
que uno de los mayores fracasos de un padre es no saber decir no a nuestros
“príncipes de los dos yogures”, del “dame unas onzas más de chocolate”, del “papá
quiero otro helado” o del “déjame otra media hora más”.
Estamos criando a falsos niños
ricos desagradecidos (y digo falsos porque no son ricos, aunque ellos piensen
que sí, debido al “lo quiero, lo tengo” a lo que los hemos
acostumbrado). Sin darnos cuenta estamos creando pequeños dictadores
autoritarios creyentes de que el mundo empieza en ellos y luego viene lo demás.
En casa nos convertimos en sus
criados (“¡papá tráeme agua!”, “¡mamá ven!”), fuera del hogar la situación
tampoco cambia mucho (“¡dame, cariño!: yo te llevo la mochila”). En las
comidas, los padres, nos convertimos en ciudadanos de segunda clase: lo mejor
para los niños y si les sobra ya lo comemos nosotros.
Hay líneas que pueden y otras
que de ninguna manera debemos permitirles cruzar: NUNCA permitan que sus hijos
les insulten, a ustedes o a los abuelos, por muy enfadados que estén.
NUNCA permitan que sus hijos
les peguen, a ustedes o a los abuelos, por muy enfadados que estén.
Hay situaciones muy intensas
que a veces se dan en las familias, y bajo ningún concepto se les debe permitir
algo así, o estaremos dando pie a la primera de otras muchas.
Y es que, si los queremos, si
realmente los queremos y son lo que más nos importa en esta vida, tenemos que
decirles “NO”. Aunque se enfaden, aunque les hagamos llorar, aunque nos
sintamos como el que apaga la música en una fiesta donde todos bailan. El hecho
es que ,a veces, se convierte en un trabajo ingrato y que probablemente nunca
será agradecido. Pero es en eso en lo que se basa fundamentalmente el amor.
Hay una soledad muy profunda
vinculada al camino que marcan los padres. Educarlos es llevarlos por ese
sendero que carece de mapas o señales, por lo que solo podemos guiarnos por
nuestra intuición. Cada poco aparecen baches, bifurcaciones, veredas paralelas
o carreteras que lo cortan. Son esos momentos donde la duda nos invade y el
miedo a equivocarnos hace mella en nuestra determinación. Pero tras días de
caminar sin rumbo, de nuevo sale el Sol por el Este e ilumina el camino de
baldosas amarillas del Mago de Oz.
Y como padre, como guía, como
Sherpa de esta montaña aún por coronar, solo espero que la niebla y las noches
sin luna no me desvíen de la ruta que marca mi corazón.
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