La pelota de baloncesto.

 


Ayer, ordenando la terraza, intentando hacer hueco en esos escasos metros cuadrados donde conviven bicicletas, juguetes, tendedero y mesita con sillas de jardín, decidimos deshacernos de algunos cachivaches incluida una vieja pelota de baloncesto.

Al principio, la idea era tirarlo todo a la basura, pero tras pensarlo detenidamente, coincidimos en que era una pena acabar con la pelota de esa forma tan cruel cuando seguro que habría niños que, a diferencia de nosotros que tenemos tres, no tienen ninguna.

Como estaba muy vieja y gastada, no era viable la opción de regalarla, así que pensamos que podríamos dejarla en el parque, junto a la pista de baloncesto.

Enseguida nos pusimos manos a la obra y la limpiamos con un trapo húmedo, la inflamos y Dáriel escribió en la pelota, con rotulador indeleble, algo así como: “dejar siempre en la pista para que todos puedan jugar”.

Esa misma tarde bajamos al parque, jugamos con ella y la dejamos junto a las canastas de baloncesto.

 

No pasaron ni dos días cuando, de camino al colegio para recoger a mis hijos, decidí desviarme un poco y pasar a ver si aún estaba allí, y cuál sería mi decepción, cuando la encontré en un rincón tirada y completamente destrozada por algún objeto punzante. Tristemente la recogí y la tiré a un contenedor.

 

Al día siguiente, cuando volvimos a jugar al parque y mis hijos no la encontraron, les mentí con la teoría de que seguro que algún niño que no tenía, se la habría llevado a casa. Lo cual también estaba bien porque lo importante era que los demás también pudieran disfrutar de ella igual que nosotros. Y mientras los observaba jugar despreocupados, no pude evitar pensar con amargura en esa triste costumbre que tenemos los seres humanos, de destruir cualquier cosa por el simple hecho de poder sentir el estúpido bienestar que nos produce el saber que podemos hacerlo; que podemos acabar con lo que sea sin que para ello necesitemos la más mínima justificación.

Y es que cuando pienso en el conjunto de la humanidad siempre coincido en que estamos condenados a la autodestrucción.

 

Pero luego, cuando la niebla se disipa y vuelvo a ver a mis hijos jugando en el parque, cuando recuerdo las veces que me tomé una pausa para explicarles que “estamos en la tierra para hacer un mundo mejor”, cuando recuerdo la pureza de sus ojos prestándome atención, siento un atisbo de esperanza y me permito la ilusión de pensar que igual estoy equivocado. Igual, el conjunto de todas las personas somos como esa vieja pelota gastada de baloncesto a la que le podemos dar una segunda oportunidad.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Tercero de primaria. Ocho años.

Que no decidan por ti

Una salud de hierro