Seamos realistas.

 


Yo no hago ejercicio para conseguir un cuerpo diez. A mis cuarenta y seis años tengo claro que eso no va a poder ser, pero lo hago porque me ayuda a estar y sentirme sano (y, ya puestos, educo a mis hijos con el ejemplo).

Yo no estudio inglés para hablarlo perfectamente: teniendo en cuenta mi edad y el tiempo que le dedico, soy consciente de que nunca alcanzaré el nivel deseado. Pero seguir estudiando me ayuda a mejorar, mantiene mi cerebro joven y enseño a mis hijos que en la vida nunca hemos de dejar de aprender.

Cuando los objetivos están claros se aprende y se enseña sin miedo al fracaso. Se demuestra confianza y regularidad.

Por eso, si mi hijo es envidioso, o es despistado, o temperamental, …, he de tener claro que va a ser así toda su vida, es algo que no voy a poder cambiar. De nada me sirve castigarlo por haber perdido de nuevo el taper en el colegio. Pero puedo enseñarle a reconocerse, a aceptarse tal y como es y a suavizar el impacto de las consecuencias. Le enseño a ser autocrítico, pero sin que se deje de querer.

Seamos realistas. No educamos a nuestros hijos para que sean licenciados. Serán lo que la vida y ellos decidan ser (ingenieros, camareros, barrenderos o empresarios). Los educamos para que, cuando tengan que decidir, se manejen perfectamente en cualquiera de los caminos que hayan escogido. Nuestra obligación es proporcionarles las mejores herramientas, pero ellos decidirán dónde utilizarlas.

Así que, tengamos las cosas claras. No educamos a los hijos que nos gustaría tener: educamos a los hijos que tenemos.


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