AQUÍ EMPEZÓ TODO... ¿OS SUENA?


 Padres Primerizos

¿A lguna vez han tenido la sensación de que los demás les miran mal? ¿Alguna vez, sin conocer la razón, han notado algo extraño o sospechoso, o incluso algunos detalles insignificantes que sumados unos con otros les han llevado a intuir que algo no va bien?

Pues eso fue exactamente lo que nos sucedió a mi mujer ya mi, hace poco más de un mes, una agradable tarde de principios de junio.

 

Antes de nada he de aclarar recientemente que hemos sido padres de un niño precioso llamado Dáriel, y que mirar sus ojos límpidos y cristalinos se ha convertido en la experiencia más intensa que hayamos experimentado nunca.

El caso es que ese caluroso día de finales de primavera habíamos planificado hasta el último detalle de lo que sería el primer paseo que daríamos con el pequeño que pronto cumpliría un mes de vida. Porque desde que nació, y debido al inusual mal tiempo, no habíamos salido de casa (excepto una visita al pediatra cuando le salieron todas esas ronchitas propias de los lactantes). 

A las seis de la tarde el pequeño comenzó a tomar el pecho, extrayendo laboriosamente la leche tras ordeñar el pezón del pecho de su madre, con ese movimiento tan gracioso que hacen los bebes succionando y tragando el alimento (que parece que están masticando chicle con la boca cerrada). Cada rato, cuando se cansaba, paraba un instante, reunía fuerzas y volvía a mamar.

Así estuvo hasta las seis y veinte, hora en la que ya saciado empezó a entornar los ojos llevados por el agradable sueño de satisfacción del que tiene todas las necesidades cubiertas. Entonces lo cogí, lo apoyé en mi hombro y lo tuve diez minutos más para que en esa posición vertical salieran todos los gases y el aire ingerido junto al alimento que tanto le dificultaba la digestión.

A las seis y media, cuando me disponía a meterlo en el carro para salir a pasear, hizo caca tras disparar un cañonazo que por poco atravesar el pañal (es increíble cómo una cosita tan pequeña puede expulsar a tanta presión todo aquello que su organismo desea desechar), y tras cambiarle el pañal (con mucho cuidado para que mientras lo limpiábamos no le diera por hacer pis y llenara la ropita nueva que estrenaba para la ocasión), lo acomodamos en el capazo del carro y calculamos que si bien el bebé mamaba cada tres horas y teniendo en cuenta que eran las seis y cuarenta, nos quedarán algo así como dos horas para caminar relajadamente por el paseo marítimo de este rincón precioso de la Costa del Sol que es Estepona.

 

Como bien he dicho antes, habíamos estudiado minuciosamente la salida (como si de una excursión se tratase), para evitar cualquier imprevisto, hasta el punto de que aunque vivimos cerca de la playa, quisieron bajar en coche y aparcarlo en el parking subterráneo de casi un kilómetro que existe bajo el subsuelo del paseo, para así, en el caso de alguna urgencia, poder volver a casa en el menor tiempo posible.

Ni que decir tiene que el bolso del carro llevaba en su interior (por duplicado), todo aquello que el bebé pudiera necesitar en cualquier situación (pañales, gasas, toallitas, mantitas, mudas,...), así que tras un último vistazo para asegurarnos de que no faltaba nada, salimos dispuestos a disfrutar en familia de un agradable rato bajo el sol.

La tarde era espléndida. Durante todo el día había lucido con fuerza el sol grabando la inminencia del verano y al no correr ni pizca de viento, hacía que la temperatura a esa hora fuera ideal; ni calor ni frío, propia de esos días en los que piensas eso de “tenía que ser así durante todo el año”.

 

Yo caminaba mirando los modelos de cochecitos de bebe que pasaban por nuestro lado mientras mi mujer fijaba su atención en cómo de arropados llevaban las demás madres a sus hijos, y asombrada, no dejaba de decir: “¿cómo pueden sobreabrigar tanto a los niños con el calor que hace?”

El bebé, en el capazo, dormía placenteramente a pierna suelta con la cabecita apoyada sobre un brazo, disfrutando relajado del sueño del que se siente protegido, saciado y limpio por unos padres que, aunque jóvenes e inexpertos (hay que decir que somos primerizos y que no podemos contar con la ayuda y sabiduría de nuestros padres pues viven lejos de aquí), se desviven en atenciones y mimos acudiendo apresuradamente por cada queja o mueca extraña del bebé.

Preparados a conciencia, vestidos con la ropa elegante de los domingos, mi esposa ligeramente maquillada y oliendo al perfume que hace poco le regalé, íbamos dispuesto a lucir y presumir (¿por qué no llamarlo así?), de familia perfecta y de este niño precioso del que estamos locamente enamorados.

 

   El paseo marítimo lucía radiante tras los últimos arreglos para la temporada estival. A los lados jardines en flor de todos los colores imaginables. Al fondo, la playa de la Rada, con su arena brillante y peinada como el pelo largo de una niña rubia el domingo antes de ir a misa. A cada tanto pequeños oasis sembrados de palmeras dando vida y color a toda esa cantidad de arena fina dorada al sol del medio día.

Y como traídos por el mar, varado en la playa, los chiringuitos artesanales de madera, no hay lugar típico más tradicional que   el chiringuito de la playa; el bar, el restaurante, el lugar donde tomar la cerveza, o el mojito, o saborear unos espetos de sardinas hechos a la brasa en esas viejas barquitas que ahora sirven de parrilla o asador llenas de arena, y que tras años saliendo a pescar a la mar parece como si le dieran un toque más de sabor a la comida.

Ciudadanos británicos y alemanes sentados en las terrazas de los bares (distinguidos los unos por el color blanco de su piel y por llevar calcetines calzando chanclas, y los otros, por las mesas llenas de jarras de cerveza de litro en contraste con las demás repletas de vinos y refrescos).

Sonidos, olores, colores; todo se hallaba en su punto para poder disfrutar de un agradable paseo familiar hasta que de pronto, el bebé se despertó sobresaltado y empezó a llorar desconsoladamente.

En un movimiento tan rápido y sincronizado que se diría propio de cualquier atleta olímpico, mi mujer sacó de uno de los bolsillos del carro un chupete mientras yo mecía el cochecito de un lado a otro castigando su amortiguación. El pequeño siguió llorando, manoteando y pataleando a discreción, escupiendo el chupete de la boca sin el más mínimo interés. Mi mujer buscó otro chupete, volvió a probar pero la escena se repitió (he de decir que usar hasta cuatro chupes diferentes para que el niño se acostumbre y en un futuro no rechace las tetinas del biberón).

El bebé empezó a ponerse rojo, su llanto cada vez más intenso y nosotros alterados, molestándonos con las manos torpemente (mi esposa seguía con los chupetes y yo tratando de ponerle bien el pantalón de algodón, pues pataleando se le salían los pies de las huellas y poco a poco se lo iba bajando). Todo esto narrado en alto por nosotros mismos con esas vocecitas ridículas que da el cariño: “ahi, ahi, ahi..., ya, ya, ya...” “pero bueno...¿no quieres este chupi? ¿no? ¿y este...?” “Ahi, ahi,...¡hay que ver!” “¿pero esto qué es un striptease?; ¡que te va a ver el culín todo el mundo!”

“ya, ya, ya...”

Luego empatizando con el bebé: “¿qué le pasa a mi bebé?, … ohiiii, pobrecito mio...” (mi mujer) “¿te duele la tripita?” (yo) “nooo... mamá.... es que tengo frío, ¡como me has quitado la mantita y yo soy un niño pequeño y no tengo tanto calor como tuuu!” (a lo que mi mujer contesta alterada ya bajo la clara influencia del llanto incesante del bebé), “¡que no Cristóbal, ¿no ves lo calentitas que tiene las manos?; toca, tócale las manos y el cuello!” y yo, como papá responsable, lo compruebo.

Mientras mi esposa dice: “¡no... papá, es que me he hecho caquita!” y ahí voy yo acercando la nariz al pañal del bebé, solo que no olía ni a pis ni a caquita (hay que decir que a estas alturas los padres primerizos ya somos capaces de identificar, solo con olerlo, si el pañal está manchado solo de caca, de pis o de ambas cosas). Pero el miedo de la inexperiencia atrae a la duda como la flor a las abejas y en vez de un rotundo “no”, solo me sale un débil “parece que no, cariño, pero míralo tú por si acaso” . Así que mi mujer, entre patada y patada del bebé, logra bajarle un poquito el pantalón y mirar por entre el elastiquillo del pañal y comprobar que efectivamente está limpio.

El tiempo pasa, el bebé no deja de llorar y nosotros, cada vez más nerviosos, nos empezamos a desesperar sin saber qué hacer. Crece el miedo, o pánico, a no ser capaz de calmarlo, sobre todo porque no tenemos ni idea de lo que le sucede. Podemos percibir sobre la espalda las miradas inquisitivas de la gente que pasa y nos sentimos malos padres por no saber qué estamos haciendo mal. Ahora el bebé parece que pasa de un rojo intenso a un rojo azulado. Si hay escalas para medir el llanto, este supera el nivel más alto.

“Igual tiene gases o un poquito de cólico” digo bajando la visera del capazo. Mi esposa coge al bebé y se lo pone sobre el hombro y aunque no consigue que deje de llorar parece que se calma un poco, bajando la intensidad del llanto. Intenta con otra postura, lo acuna en su regazo y el bebé empieza a chuparle la blusa dejando de llorar por momentos. “¡Pero bueno, si lo que tiene es hambre!” , exclamo aliviado aún meciendo inconscientemente el carrito vacío del bebé de un lado a otro.

Justo al lado de nosotros encontramos el acceso a un chiringuito de esos que solo abren en temporada de verano. Bajamos apresuradamente por la pasarela (pues el bebé aún no ha obtenido lo que quiere así que continúa llorando), y quisimos sentarnos en un pequeño recodo, apoyándonos en la barandilla de madera, justo antes de la entrada cerrada a cal y canto del chiringuito.

Allí, lejos de curiosos y de lascivas miradas de gente sin educación ni respeto que miran así, de reojo, tratando de ver en una acción tan tierna y humana como es dar el pecho para alimentar a un recién nacido, algo tan obsceno e indecente como es espiar la desnudez de los pechos de una joven madre. Alejados unos veinte metros de la zona de tránsito del paseo, mi esposa se desabrocha un poco la blusa, suelta el enganche superior del lado derecho del sujetador de lactancia y deja al descubierto ese pecho grande, redondo, precioso, inflado por la leche que estimulado por el llanto del bebé gotea. Acerca al niño que deja de llorar al oler el alimento y arqueando la espalda le mete el pezón en la boca al que el bebé se engancha bruscamente con ansiedad. Y es en ese momento cuando por fin, después de casi diez minutos asfixiantes, volvemos a respirar.

 

Me quedo de pie, junto a ellos con el carro, tapándolos con mi cuerpo porque como ya él dijo antes, no me gusta que nos vean en un momento tan íntimo. Miro a todas partes, lleno los pulmones de aire puro y respiro tranquilo el olor a mar y el sonido de las olas. La gente transita relajadamente sin prestarnos atención y me siento como una parte más del paisaje del paseo.

A lo lejos, en silencio, un barco custodio por gaviotas se interpone alargándose entre la orilla y el horizonte, como tratando de tapar con rubor, ese lugar sagrado donde el cielo se besa con el mar. Así me siento: yo soy ese barco.

Después de cinco minutos el pequeño ya no quiere más y se suelta de la teta de su madre. Se queda quieto, con los ojos abiertos, le gusta esa postura, pero mi esposa sabe que con tanto llanto ha ingerido mucho aire, así que lo coloca verticalmente sobre el hombro derecho para que eructe, elija ligeramente golpescitos en la espalda, de manera que su cabecita sobresale por encima del hombro, mirándome por momentos y observando a todo el que circula por el paseo.

Finalmente se oye un escandaloso eructo que festejamos a la vez con un “¡álaaa!” y que mi esposa continúa con un “¡eaa, pa tu padre!” Luego se gira, me mira, sonríe y vuelve su atención al bebé mientras yo me quedo mirándola pensando en cuanto la quiero y en ese puntito seductor que le dio la maternidad y que descubro en sus ojos cada vez que me mira sonriendo. Después intenta ponerlo en el carro, lentamente, con cuidado, rezando para que no vuelva a reclamar su sitio entre sus brazos, y en el momento en que lo suelta, el bebé muestra su desacuerdo y hace pucheritos con la cara prometiendo más llanto. Pero de nuevo surge nuestra faceta olímpica y en un movimiento rápido y coordinado, mi esposa le acerca un chupe mientras yo mezo y giro el carro para ponerlo en movimiento de vuelta por la pasarela hasta el paseo, acompañado de un “vale, ...ya, ya, ya,...”.

El bebé, con el vaiven del carro, parece que aguanta sin llorar, y aun con los ojos abiertos, dando buena cuenta del chupete, se mantiene con la mirada perdida en algún punto del capazo, al que  cierro la visera sin dejar de mover el carro en ningún momento retomando el camino hacia el paseo.

Poco a poco se le van cerrando los ojos y el chupete deja de moverse dentro de su boca. El sueño se posa despacio sobre sus párpados y termina en la misma posición inicial (el bracito levantado y la cabecita girada hacia su brazo): ¡¡me lo como!!

Mi esposa ya nos ha alcanzado y camina junto a mí por mi lado derecho, posando su mano izquierda sobre mi mano diestra que empuja el carro. Con el bebé ya casi dormido nos volvemos a relajar y retomamos el ritmo lento y distraído del paseo.

 

La gente transita con calma, haciendo uso del lugar de mil formas diferentes aunque todas relacionadas con la evasión de la vida cotidiana que cada cual consigue a su manera; unos paseando (solos, con su familia o sus mascotas), otros haciendo footing, patinando o acompañando en bicicleta a sus niños pequeños que recientemente aprendieron a pedalear. Turistas extranjeros, nacionales, residentes de la localidad, adinerados, gente humilde con o sin empleo: todos se mezclan homogéneamente en este lugar cosmopolita de la ciudad. Abierto al sol, a la playa y a las personas.

Nos cruzamos de frente con una señora que pasea a dos perritas, con lacitos rosas, de raza Yorkshire Terrier. Pasa junto a nosotros diciendo algo así como “muy bonito, si señor; muy bonito”. Detecto en su tono un aire de reproche y creo que mi esposa piensa de igual forma porque me pregunta “¿qué le pasa a esa mujer?”, y yo sin darle importancia le digo: “no sé, se referirá al bebé”, y mi mujer algo confusa añade “¡pero si ni siquiera lo ha mirado!”.

Sin darle mayor importancia continuamos con la intención de seguir disfrutando del paseo, hasta que un poco más adelante se nos acerca un viejecito extranjero arrugado como una pasa, de aspecto divertido, vestido con camisa hawaiana y pantalón corto, que nos habla en inglés. Nuestros conocimientos son limitados en este idioma pero podemos distinguir un cierto tono de mofa y al final solo entendemos algo así como “I love Spain” que dice entre risas mientras se marcha. Por su manera de caminar parece algo borracho así que no le prestamos mucha atención y continuamos la marcha con una sonrisa en los labios.

 

Observo a mi izquierda, la amplitud de la playa, el mar, el vaiven de las olas en la orilla. A mi derecha mi esposa, el ancho paseo marítimo, los coches de la Avenida España. Una niña pequeña camina torpemente agarrada al carrito que empuja la madre. Con su otra mano lame un helado cremoso que le mancha la boca y parte de la cara. A mi esposa y a mí se nos cae la baba mirándola.

Pasa un coche por la carretera silbando y tocando repetidamente el claxon a unas chicas que van unos metros por delante de nosotros. En el vehículo puedo leer “Domínguez; reformas y mantenimiento” siento que algo no encaja; o las chicas son muy jóvenes (no les echo más de catorce años), o los alborotadores demasiado sinvergüenzas. Al final concluyo que ambas cosas.

Empiezo a sentirme incómodo, no entiendo qué me pasa pero algo no me deja desinhibirme y disfrutar del paseo, hasta el punto de que me siento observado como si la gente nos mirara mal.

Pasa un hombre cachas haciendo footing (el tipo de individuo que parece que vive en un gimnasio de esos que a su vez parecen granjas de engorde a base de proteínas). El tipo en cuestión se cruza con nosotros mirando descaradamente a mi mujer sin dejar de sonreírle. (Mi esposa es preciosa, de pelo largo, rubio y ojos claros. Una princesita nórdica de treinta años con una figura que ya quisieran muchas tener antes y después del embarazo). Puedo entender que atraiga miradas pero no que nos falten al respeto insolentemente.

Ahora me siento molesto y bastante airado, pienso que he de calmarme porque del sofoco empiezo a creer que todo el mundo nos mira, cuchichean, sonríen, nos señalan.

Respiro hondo e intento relajarme un poco con el sonido melancólico que se escapa de las cuerdas rasgadas de un violín que se oye a lo lejos. Cuanto más avanzamos más fuerte se hace la música y más tierno el instrumento. Poco a poco, entre la gente, vamos distinguiendo a un músico vestido de payaso triste que se mueve al compás de la música que interpreta. Delante de él, con algunas monedas, su sombrero rojo de plástico. No conozco la canción pero cuando pasamos cambia bruscamente y empieza a tocar la melodía de Nueve Semanas y Media, esa si la conozco y pienso que no hay tema más desaconsejado para tocar con violín. Alguna gente se ríe, otros nos miran, pero vuelvo rápidamente a mi estado de inquietud cuando pasan junto a nosotros unos niños con monopatines haciendo vibrar el suelo, produciendo un sonido denso, compacto, como cuando vuela un avión. Le transmito a mi esposa mi indignación, le comento que no entiendo, con lo largo que es el paseo, que esta sea la cuarta vez que pasan junto a nosotros (lo sé porque cada vez que pasan tengo miedo que el bebé se asuste y se despierte). Mi esposa le resta importancia diciendo algo así como que simplemente son niños que juegan.

Respiro hondo y sigo sintiéndome incómodo, veo a un niño que señala hacia nosotros con el brazo  y le dice algo a su padre. El padre nos mira, se sonríe y le cuenta cualquier cosa para distraerlo.

Ahora ya si estoy seguro de que algo pasa; la gente nos mira y se ríe. Noto a mi mujer nerviosa, seguro que también se ha dado cuenta.

Pasamos delante de una estatua humana pintada de bronce. Es un soldado ataviado con su fusil y su traje de batalla de la segunda guerra mundial. A nuestro paso cambia su estado de inmovilidad, cierra un ojo, extiende los brazos y adopta una postura de director de cine, haciendo un cuadrado con los pulgares y los índices, como estudiando la toma.

Ya empiezo a estar harto, quiero volver a casa y cuando me dispongo a decírselo a mi esposa, ella se me adelanta, se gira poniéndose frete a mí y me dice mirando la hora: “vámonos Cariño”. Y entonces lo entiendo todo. La miro completamente desconcertado y le digo: “Pero Cariño, ¿es que no te das cuenta? ¡¡pero si llevas el pecho fuera!!

 


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