El dolor de un hijo: la impotencia de un padre

 


Todos los humanos somos seres emocionales. Alegría, miedo, asco, ira, tristeza, son las emociones predominantes entre otras. Pero cuando tu hijo tiene miedo, puedes abrazarlo o encenderle la luz. Puedes calmarlo susurrándole al oído hasta llevarlo lejos de sus fantasmas. Cuando está triste, puedes convertirte en un payaso digno del Circo del Sol. Si está enfadado, se le regala tiempo para que ponga orden entre los restos de su naufragio. Y así, buscando la alternativa idónea para cada momento, se va construyendo su propio barco, se van desplegando sus alas y, las raíces que lo sustentarán cuando vengan huracanes (que vendrán, porque siempre vienen), se harán profundas, abundantes e inquebrantables.

Pero… ¿qué hacer con ese sufrimiento físico que a veces les tensa el alma? ¿qué hacer cuando los vemos gritar de dolor?

Vacunas, extracciones de sangre, picaduras de insectos o medusas, dolores de estómago, afecciones cutáneas,…

Cada vida es única, legítima e intransferible, así que esa opción de cambiarnos por ellos en esos momentos de tortura, no es válida. Solo nos queda esperar de brazos cruzados, viendo cómo se desgarran, hasta que la droga protectora del Dalsy les haga efecto.

Existe un miedo oculto en el interior de los padres que respira en lo más profundo de sus almas. Normalmente no se aprecia, pasa desapercibido, pero en momentos de angustia ruge como un huracán desbocado. Y es el miedo de no poder hacer nada para evitarles el dolor.

(Ningún padre debería sobrevivir nunca a la muerte de un hijo).

Llegamos al mundo para vivir nuestra propia vida, con lo bueno y con lo malo. Y al igual que no podemos suplantar a nuestros hijos cuando se sienten eufóricos o despreocupados del estrés y los problemas del mundo, tampoco podemos cambiarnos por ellos para evitarles tormentos. Hay caminos llenos de espinas que todos tenemos que cruzar descalzos sin que podamos llevarlos en vilo.

Y son tantos los huecos y resquicios que nuestros brazos protectores no pueden abarcar.

Solo nos queda el resguardo, siempre cálido, de un regazo amplio, comprensivo y dispuesto a consolarlos con caricias que dicen: cariño estamos aquí, papá y mamá, siempre a tu lado.


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