La cama grande.
La cama grande, donde quepan
holgadas dos personas. No hay vínculo más fuerte que el que se crea cuando nos
vamos a la cama acurrucando a nuestros hijos con caricias a media voz.
No tengamos prisa por sacarlos
de nuestra cama, ya se irán ellos cuando sientan que se deben ir. No tengan
prisas por dejar de dormirlos en sus camas, ya serán ellos los que cuestionen
cuando hemos dejado de caber.
La cama grande, como brazos
abiertos que invitan a hundirse en nuestro regazo.
La cama refugio, como hogar
donde se respiran aromas de dulce y café.
Camas grandes con rumor a voz
queda, con susurro a cuento clásico, con te quieros al oído. Camas donde
entender que, en el silencio de la noche, el respirar de nuestros hijos es el
tic-tac del reloj de nuestra vida.
Camas grandes con sabor a
leche materna, a la torpeza de papá, a ojos vidriosos que aún contemplan
incrédulos.
Camas con olor a pasta de
dientes, a líquido antimosquitos, a crema hidratante, a Dalsy y Apiretal.
Camas para el reencuentro tras
un enfado, confesionarios sin penitencia con violines de conciliación.
Y es que el hogar, dentro del
propio hogar, está en la cama grande, porque concretamente ahí, es el lugar
donde más amor se concentra de toda la inmensidad del universo.
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