La habitación del bienestar.




 
La habitación del bienestar no se encuentra en una suite del hotel Ritz, ni en un salón de masajes.
No es un rincón macabro, secreto y clandestino, de paredes cubiertas de humedad, donde se destilan las drogas de diseño que marcan tendencia.
En realidad, no es un espacio físico delimitado por cuatro paredes al que se entre o se llegue atravesando una puerta.

La habitación del bienestar es y está en el lugar donde duermen mis hijos. Sin columnas, sin barreras; sin límites. Es y está donde los oigo respirar a oscuras, donde dibujo sus siluetas con las manos sin tocarlos para que no se despierten. Donde el lenguaje oral o escrito no alcanza a atender tanta demanda de emociones y se queda pequeño: ridículo.

La habitación del bienestar está al final del camino que recorren mis pies descalzos repetidas veces cada noche para observarlos. Para cuidar que no pasen frío, para ahuyentar los malos sueños vigilando el tono oscuro de la noche que los envuelve.

NO HAY PELIGROS. NO HAY DRAGONES: YA LOS APLASTÉ.

Pero también la visito por egoísmo; he de confesarlo. Porque ahí está el reposo de mi espíritu y el sosiego de mi mente. Porque ahí, en la profunda calma de ese santuario, enredadas entre sábanas, piernas y peluches, se encuentran las respuestas más buscadas, las preguntas más difíciles, y todas las razones necesarias.

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